Diez años después del Acuerdo de París, la COP30 en Belém, Brasil, no ha sido una cumbre más. Bautizada como “la COP de la verdad”, “la COP de la adaptación” y “la COP de la implantación”, esta cumbre ha tenido lugar cuando el mundo acaba de superar por primera vez el umbral de 1,5 °C en 2024, y la urgencia de pasar de las promesas a la acción se convirtió en el hilo conductor de cada negociación.
Estar en Belém ha sido vivir de primera mano un ambiente donde la política, la ciencia y la presión social se entrelazaban con una intensidad palpable. Caminar por los pasillos, escuchar las conversaciones informales y asistir a las sesiones clave me permitió comprender algo esencial: esta COP no iba a ser de discursos grandilocuentes, sino de herramientas, gobernanza y financiación, como dijo Luiz Alberto Figueiredo Machado, embajador brasileño.
Comparada con la COP29 de Bakú, la COP30 arrancó con menos tensión entre bloques, aunque el debate sobre el fin de los combustibles fósiles volvió a polarizar el ambiente, ¡y de qué manera! India, Rusia y los países árabes lograron que el texto final no incluyera la expresión “phase out”, pese a la presión de más de 80 países, incluyendo muchos de la UE, que firmaron una declaración política para acelerar su eliminación progresiva y que amenazaron con bloquear la decisión final in extremis. Como compensación, la presidencia lanzó un plan paralelo para impulsar la transición energética, con compromisos voluntarios y mecanismos de cooperación.
Estados Unidos brilló por su ausencia: no envió delegación oficial, reforzando la sensación de traslado de liderazgos del Atlántico hacia el Pacífico. China, aunque discreta en intervenciones, consolidó su influencia. Un negociador chino lo resumió así: “La transición debe ser justa y realista; no podemos aceptar imposiciones que ignoren nuestras circunstancias”.
Europa, por su parte, ha perdido peso. No ha logrado imponer su ambición sobre fósiles y, además, no ha podido evitar que el texto incluyera una referencia negativa a sus políticas comerciales como el CBAM, ni frenar que se mantuviera el objetivo de triplicar la financiación para adaptación, que le exigirá un esfuerzo financiero adicional. Como reconoció Wopke Hoekstra: “Europa sigue comprometida, pero necesitamos que otros actores asuman su parte”.
Este giro refleja una tendencia clara: el multilateralismo se mantiene, pero con un equilibrio de poder más difuso y una creciente influencia de países emergentes.
Uno de los puntos críticos era la actualización de las Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDC) para alcanzar una reducción del 60% de emisiones en 2035 respecto a 2019. El informe de síntesis confirma avances: 122 países presentaron nuevos objetivos, mucho más ambiciosos y con mayor cobertura de sectores y gases. Sin embargo, la suma global solo consigue reducir un 12% las emisiones y sigue siendo insuficiente para lograr el objetivo de 1,5 °C. Ursula von der Leyen lo expresó con franqueza: “Estamos avanzando, pero no al ritmo que exige la ciencia”.
Este es el gran dilema: el mecanismo funciona, pero deja el habitual “regusto a decepción”. Se avanza, sí, pero no a la velocidad de la urgencia climática.
Si algo distingue a esta COP es el salto cualitativo en adaptación. Se adoptaron los Indicadores de Belém, un marco voluntario para medir progreso en resiliencia, salud, agua, agricultura, ecosistemas y protección cultural. Por primera vez, la adaptación cuenta con herramientas concretas para el seguimiento y la rendición de cuentas, sin imponer cargas adicionales a los países más vulnerables.
Además, se lanzó la visión Belém–Addis para alinear políticas y metodologías, y se consolidó el Baku Adaptation Roadmap, que guiará la acción hasta 2030. Todo ello acompañado de un compromiso político: triplicar la financiación para adaptación antes de 2035, aunque persiste la incógnita sobre cómo se movilizarán los recursos.
El artículo 9.1 del Acuerdo de París —que obliga a los países desarrollados a proveer recursos financieros para mitigación y adaptación— fue uno de los focos más intensos. Se reafirmó la meta de 1,3 billones de dólares anuales para 2035, y se aprobó un programa específico sobre financiación climática que abordará tanto cantidad como calidad. También se acordó triplicar los flujos hacia adaptación y avanzar en la interoperabilidad de taxonomías para atraer capital privado. La creación de una “super taxonomía” global y el impulso a instrumentos como garantías y cláusulas de resiliencia son pasos concretos para reducir el coste del capital en economías emergentes.
Este punto es clave para las empresas: la arquitectura financiera se está reconfigurando para integrar criterios climáticos en inversiones, seguros y comercio. Las implicaciones son directas: acceso a financiación, competitividad y riesgo reputacional.
Belém, corazón de la Amazonía, fue el escenario perfecto para lanzar el Tropical Forest Forever Facility (TFFF), con 5.500 millones de dólares comprometidos y un objetivo a largo plazo de 125.000 millones. Al menos el 20% de los fondos irá directamente a comunidades indígenas. Se reforzó la agenda de manglares, turberas y arrecifes, y se presentaron planes para restaurar 300.000 km de ríos y 350 millones de hectáreas de humedales antes de 2030.
La conexión entre adaptación y mitigación se hizo más evidente que nunca: proteger la naturaleza es proteger la economía y la sociedad, y eso ahora es un riesgo para todos.
La Agenda de Acción mostró resultados tangibles, aterrizados por sectores:
Menos declaraciones rimbombantes, más herramientas, indicadores, gobernanza y financiación. Una COP que consolida la transición de la negociación a la implementación.
La COP30 marca el inicio de la década decisiva. ¿Estamos listos para acelerar? Como advirtió Simon Stiell, Secretario Ejecutivo de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático: “No hay tiempo para complacencias. Cada año que pasa sin acción nos acerca al punto de no retorno”.
Para las empresas, este balance implica tres movimientos estratégicos:
La COP30 no es el final de una década: es el principio de la verdadera prueba. Y haber estado allí, viendo cómo se tejían las alianzas y cómo se negociaban los compromisos, me deja una certeza: la velocidad del cambio dependerá tanto de la política como de la capacidad del sector privado para liderar con hechos.
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